“Aprendemos de lo que leemos y nos convertimos en lo que pensamos.” – Bryan Tracy
Te cuento que unos días después de cumplir años, me he reído mucho conmigo misma, porque me hago a la tarea de recordar etapas de mi vida y cómo lo que leía iba influenciando mi manera de ver el mundo.
Sin que fuera consciente de ello.
La Biblia fue lectura obligatoria, desde que aprendía a leer, crecí en un hogar cristiano, asistí a colegios católicos, en los que era considerado sagrado leer La Palabra de Dios.
Me fascinaba el hecho que oraciones como el Padre Nuestro y la Magnifica, fueron tomadas de esos textos sagrados.
Recordé esa época entre los 11 y 16 años, en los que estaba convencida que moriría antes de los 40.
Leía para ese entonces literatura del tipo Romeo y Julieta (William Shakespeare), La Dama de las Camelias (Alexandre Dumas), María (Jorge Isaac), entre otras.
Si no has leído ninguna, te cuento que estos libros tienen en común que la protagonista muere.
He aquí porque en mi mente, moría dulce y plácidamente antes de cumplir 40 años.
Miro esa etapa de mi vida con nostalgia, nadie sabía cómo prepararse para ser adolescente y entender cómo las hormonas hacen arder la mente y la piel también.
Marcó mi vida para siempre un libro, VIVIR, AMAR Y APRENDER (Leo Buscaglia).
Recuerdo con mucho afecto que me lo prestaba una vecina (QEPD), y yo tardaba en devolverlo, porque quería aprenderlo de memoria.
Allí estaba la respuesta a una pregunta que nunca me hice.
En mí existía una maestra. No entendí el mensaje. Mi mente en esa época estaba muy cegada por las emociones, las vivencias y las hormonas.
Admito públicamente que no era tonta, porque recuerdo un enamorado que tenía por esa época de los dieciséis (16) años, que mi papá no aceptaba.
Dije no, como respuesta a una invitación a irnos a vivir juntos, pero siempre admiré la valentía de este joven, que recuerdo con picardía y afecto.
La etapa en la que, por desesperación por estudiar una carrera universitaria, entré completamente de bruces a la facultad de Administración de Empresas.
Recuerdo ésta como la etapa de desorientación, durante los casi doce semestres no dejé de ser primípara, siempre andaba despistada y cómo fuera de lugar.
Tantos años después comprendí porque los compañeros, siempre pintaban penes erectos en los brazos de las sillas. Mientras a mí, solo mirar me sonrojaba.
Hace poco tiempo, tiré a la basura muchos papelitos con notas cariñosas de los compañeros de esa época.
En mi mente aún vive la frase de un compañero guajiro, que solo estuvo con nosotros un semestre y en un papelito me escribió “nunca olvidaré tus ojos claros y tu alma de inexpugnable blancura”. Me fascinaba mirar mis ojos en los espejos.
Seguí leyendo libros, pero en esta época por ejemplo, El Emilio (Jean-Jacques Rousseau), tratando de comprender, la teoría que dice que el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe.
Memorias De Una Joven Formal y el Segundo Sexo (Simone de Beauvoir), las que leí gracias a un pretendiente de ésa época de la universidad, me hicieron comprender dos cosas:
1 – Que yo no era una mujer corriente, a pesar de considerarme una joven formal, me convencí a mí misma, que una actividad como cocinar por ejemplo, no era precisamente lo que me definía como mujer, no era de mi interés.
2 – Que hiciera lo que hiciera, en esta época que me tocó vivir, por el solo hecho de ser mujer, siempre estaría en desventaja con los hombres. Somos una sociedad patriarcal.
Leí casi todos los libros escritos por Gabriel García Márquez, porque me hacía sentir muy orgullosa que era colombiano, cuando se ganó el premio Nobel, pero más orgullosa me hacía sentir que era costeño.
Después de intentar leer como tres veces, Cien Años de Soledad y lograr terminarlo, confirmé mi teoría que decía que los escritores no eran seres humanos.
Siempre creí que los escritores eran extraterrestres.
Heme aquí intentando cada día escribir notas cautivantes y divertidas.
Las irónicas simplicidades de la vida.
Confieso ser un ser humano, mujer, que redescubrió llegando al quinto piso, que ama compartir, servir, enseñar, comunicar.
Que encontró en la escritura, una forma de hacerlo.
Me siento feliz, por esto.
Para finalizar y darle un toque muy especial a este recorderi, te dejo con un breve pincelazo de El Amor En Los Tiempos Del Cólera (Gabriel García Márquez):
El doctor Urbino la encontró sentada frente al tocador, bajo las aspas lentas del
ventilador eléctrico, poniéndose el sombrero de campana con un adorno de violetas de fieltro. El dormitorio era amplio y radiante, con una cama inglesa protegida por un mosquitero de punto rosado, y dos ventanas abiertas hacia los árboles del patio por donde se metía el estruendo de las chicharras aturdidas por presagios de lluvia. Desde el regreso del viaje de bodas.Fermina Daza escogía la ropa de su marido de acuerdo con el tiempo y la ocasión, y la ponía en orden sobre una silla desde la noche anterior para que la encontrara lista cuando saliera del baño.
No recordaba desde cuándo empezó también a ayudarlo a vestirse, y por último a vestirlo, y era consciente de que al principio lo había hecho por amor, pero desde unos cinco años atrás tenía que hacerlo de todas maneras porque él no podía vestirse por sí solo. Acababan de celebrar las bodas de oro matrimoniales, y no sabían vivir ni un instante el uno sin el otro, o sin pensar el uno en el otro, y lo sabían cada vez menos a medida que se recrudecía la vejez.
Ni él ni ella podían decir si esa servidumbre recíproca se fundaba en el amor o en la comodidad, pero nunca se lo habían preguntado con la mano en el corazón, porque ambos preferían desde siempre ignorar la respuesta. Ella había ido descubriendo poco a poco la incertidumbre de los pasos de su marido, sus trastornos de humor, las fisuras de su memoria, su costumbre reciente de sollozar dormido, pero no los identificó como los signos inequívocos del óxido final, sino como una vuelta feliz a la infancia. Por eso no lo trataba como a un anciano difícil sino como a un niño senil, y aquel engaño fue providencial para ambos porque los puso a salvo de la compasión.
Otra cosa bien distinta habría sido la vida para ambos, de haber sabido a tiempo que era más fácil sortear las grandes catástrofes matrimoniales que las miserias minúsculas de cada día. Pero si algo había aprendido juntos era que la sabiduría nos llega cuando ya no sirve para nada. Fermina Daza había soportado de mal corazón, durante años, los amaneceres jubilosos del marido.
Se aferraba a sus últimos hilos de sueño para no enfrentarse al fatalismo de una nueva mañana de presagios siniestros, mientras él despertaba con la inocencia de un recién nacido: cada nuevo día era un día más que se ganaba. Lo oía despertar con los gallos, y su primera señal de vida era una tos sin son ni ton que parecía a propósito para que también ella despertara. Lo oía rezongar, sólo por inquietarla, mientras buscaba a tientas las pantuflas que debían de estar junto a la cama. Lo oía abrirse paso hasta el baño tantaleando en la oscuridad.
Al cabo de una hora en el estudio, cuando ella se había dormido de nuevo, lo oía regresar a vestirse todavía sin encender la luz. Alguna vez, en un juego de salón, le preguntaron cómo se definía a sí mismo, y él había dicho: “Soy un hombre que se viste en las tinieblas”. Ella lo oía a sabiendas de que ninguno de aquellos ruidos era indispensable, y que él los hacía a propósito fingiendo lo contrario, así como ella estaba despierta fingiendo no estarlo. Los motivos de él eran ciertos: nunca la necesitaba tanto, viva y lúcida, como en esos minutos de zozobra.
No había nadie más elegante que ella para dormir, con un escorzo de danza y una mano sobre la frente, pero tampoco había nadie más feroz cuando le perturbaban la sensualidad de creerse dormida cuando ya no lo estaba. El doctor Urbino sabía que ella permanecía pendiente del menor ruido que él hiciera, y que inclusive se lo habría agradecido, para tener a quien echarle la culpa de despertarla a las cinco del amanecer.
Tanto era así, que en las pocas ocasiones en que tenía que tantear en las tinieblas porque no encontraba las pantuflas en el lugar de siempre, ella decía de pronto con voz de entresueños: “Las dejaste anoche en el baño”. Enseguida, con la voz despierta de rabia,
Maldecía:
-La peor desgracia de esta casa es que no se puede dormir.
Entonces se volteaba en la cama, encendía la luz sin la menor clemencia consigo misma, feliz con su primera victoria del día. En el fondo era un juego de ambos, mítico y perverso, pero por lo mismo reconfortante: uno de los tantos placeres peligrosos del amor domesticado. Pero fue por uno de esos juegos triviales que los primeros treinta años de vida en común estuvieron a punto de acabarse porque un día cualquiera no hubo jabón de baño.