“Llegaste a mi vida cambiándolo todo, caos y orden, risas y llantos, miedo y seguridad, un desafío completo a mi existencia.” – Doris Martínez
A lo largo de la historia de la humanidad, han corrido ríos de tinta respecto a todo lo relacionado con la maternidad.
Muchas mujeres que durante toda su juventud, lucharon con ansías, sufriendo en silencio, haciendo todo tipo de tratamientos para conseguir ser madres, sin lograrlo.
Algunas sin pensarlo, desearlo o planearlo, accidentalmente se embarazan, convirtiéndose el embarazo, en un gran problema por resolver.
Otras se casan, forman un hogar y planean con sumo cuidado cada detalle para la feliz llegada de un nuevo integrante de la familia.
La vida de muchas mujeres ha sido puesta en riesgo, para lograr llevar a feliz término un embarazo y convertirse en mamás.
Yo hago parte del grupo, que se embarazó sin estar casada y sin planearlo.
Desde ese momento en que fue confirmado mi embarazo hasta la fecha, ser madre ha sido una de las experiencias más emocionantes, complejas y gratificantes, que he vivido.
En la época que me convertí en mamá, no tuve ni idea ni oportunidad de tomar algún curso u orientación respecto a tan abnegada y compleja labor.
Eso sí, la guía y concejos de mamá, vecinas, compañeras de trabajo, amigas, entre otras, no se hizo esperar.
Pero pienso que uno es ignorante del tema, hasta que lo vive.
Y todo lo relacionado con el embarazo, el parto y luego la crianza, ponen a prueba a cualquier mujer.
Convertirse en madre en todos los aspectos, es un acto casi heroico, pienso yo.
Por eso, creo que desde que quedé embarazada, pasando por el nacimiento y crianza de mi hija hasta la fecha, siempre he sido:
¡Una mamá en apuros!.
Aunque recuerdo que mi época de embarazo fue bastante saludable, pocos antojos, nada de vómitos ni mareos, trabaje sin descanso y sin incapacidades laborales.
Recuerdo que duele el estiramiento de la piel, en la medida que la barriga crece.
Inquieta mucho la mente, pensar en cómo será el ser que vive en la barriga y si será normal.
Siempre he vivido con la inquietud, si tantas noches escuchando música clásica en una grabadora al lado de mi barriga, influyó en mi hija para que fuera más inteligente, era casi una obsesión de su papá.
En cuanto tuve la oportunidad me hicieron una ecografía, supimos que era una niña.
Nacería por cesárea programada, porque su posición podálica no permitía un parto normal.
¿Podálica?, pregunté al ginecólogo inquieta, sin entender, a lo que tranquilamente me explico, la niña está sentada en su barriga y no tiene intenciones de moverse para que tenga un parto normal.
Programada para nacer un 3 de agosto, ella no se hizo esperar, los dolores del parto me empezaron un 29 de julio.
Una cesárea a las carreras, un sábado 30 de julio al empezar la tarde, un frío incontrolable y un dolor intenso en el vientre después de salir de la anestesia de la cirugía, son recuerdos perennes.
Luego me trajeron a la cama, una niña rosadita, que no paraba de llorar.
Pregunté mucho durante la cirugía así, que un día después regresamos a la casa, con una niña rosada vestida de rosado
Y yo con una barriguita que parecía, que aún tenía otro bebé pendiente.
Empezó el proceso de crianza, noches sin dormir, dificultades para bañarme por el dolor que genera la cicatriz de la cesárea, en la parte baja de la barriga.
Nadie comenta la dificultad y el dolor que representa, aprender a dar pecho al bebé recién nacido, que llora a la menor provocación, si el pecho sale de su boca.
Ir a la semana a que el médico corte los puntos de la herida de la cesárea, es una tortura, de la que tampoco nadie habla.
Admito que estar cerca de mi mamá fue de gran ayuda.
Sin embargo, si aprender a lavar pañales (en ese entonces) y hervir biberones es un aprendizaje.
Tranquilizar a la bebé, aprender a cargarla, dormirla e intentar interpretar si el llanto es de hambre, sueño o porque esta mojada o sucia, es un desafío.
A esto hay que sumarle, las dolorosas y sufridas vacunas, los estados de salud que pueden ir de un resfriado a una infección cualquiera.
Fue muy doloroso física, mental y emocionalmente cuando solo pasado 2 meses y medio de su nacimiento, contraje una infección bacteriana en un ojo.
Por un período de tiempo que me pareció eterno, tuve que dejar de cargar y atender a mi hija. No pude continuar dándole pecho. Tuve que estar aislada hasta que recuperé la salud.
Eso sí, nada absolutamente nada reemplaza el sentimiento que causa y la ternura que genera, la primera sonrisa y/o las primeras palabras pronunciadas.
Terminar la incapacidad por maternidad y volver al trabajo, es de las situaciones que más sufrimiento, angustia y desesperación, he vivido en toda mi vida.
Cuando una madre tiene que volver al trabajo por necesidad, más de la mitad de su vida, se queda en casa con su hija, ese fue mi caso.
Un caso de salud que parecía insignificante, fue cuando sufrió una infección estomacal y todo lo que tomaba lo vomitaba.
Cuando tuvieron que ponerle esas inyecciones de antibiótico en su cuerpo, lloraba yo a la par de ella, desde entonces.
Adquirió ese miedo a las puyas, inyecciones, vacunas, exámenes, lo que ha sido tortuoso para las dos, desde entonces y para siempre.
Luego llega el periodo de enseñarla a caminar, que deje el pañal, que se alimente sola, que duerma sola, entre otras.
Llega la época del jardín escolar, luego el ingreso al colegio, nunca olvidaré el primer día que la llevé y la dejé, cómo me sentí tan acongojada que volví al trabajo llorando.
Leí tantos libros para criar a un niño, buscando mecanismos, maneras, formas de guiarla, de orientarla, para que se convirtiera en un ser humano extraordinario.
Cometí tantos errores, quise que aprendiera patinaje, natación, montar bici, tocar guitarra, entra tantas otras.
A fuerza de repetirlo, le enseñé a decirme a menudo, te quiero mucho, a fin de recordarle el amor que había entre las dos.
Compré tantos rompecabezas que perdí la cuenta, igual que todo tipo de armo todos, siempre buscando lo mejor para ella en los juegos.
Me sentí tan orgullosa toda su básica primaria, porque siempre fue la mejor del curso, pasando por alto, cómo se sentía ella y que quería.
Al llegar a la adolescencia nos volvimos enemigas, no podíamos vernos sin tener una discusión acalorada, que calmaba la participación de su papá.
Con el pasar de los años, fui testigo de su crecimiento pasando de niña a mujer, inteligente, amable, y cariñosa con todos los que la conocían.
La escuchaba soñar con viajes a sitios lejanos, la vi enamorarse de los momentos que captaba con una cámara fotográfica.
Estaba segura que un día se marcharía lejos, en la búsqueda de su propia experiencia de vida.
Nos volvimos amigas, compañeras de ideas, pensamientos, momentos y vivencias.
Muchas veces no he entendido sus decisiones, así como ella no ha entendido las mías. Otras veces no he comprendido la debilidad, que muestra en su cotidianidad.
He sufrido sus lágrimas y penas. También he compartido sus alegrías y sus logros.
Me siento agradecida con Dios y con la vida por el privilegio de ser su madre.
Admito públicamente, que aún sigo siendo:
¡Una mamá en apuros!