“Mirándome al espejo, por tantas veces que he permitido que los demás me hicieran sentir fea, poco valiosa o insignificante, me pido perdón.” – Doris Martínez
Confieso que desde edad muy temprana aprendí con callado sufrimiento lo que significa no tener una cara, que fuera considerada bonita para los demás.
Era fácil para mí saberlo, cuando miraba a mi abuela o a mi mamá y luego me miraba yo en el espejo.
Cuando tome conciencia lo importante que era para los demás una cara bonita, miré a las tías del lado paterno.
Y no quería que nadie ni por equivocación dijera que me parecía a ellas; puedo decir sinceramente, me parecían feas en todos los aspectos.
Sin embargo me tocó aceptar que mi cara era parecida a la de mi papá, solo que la cara bonita era la de mi mamá.
¿Qué podía hacer?
En la vida real, diaria y cotidiana me tocó aceptar el físico que me había sido dado, y de paso aceptar los comentarios relacionados con mi nariz (ñata) o mis mejillas (cachetona).
Me decían a menudo, que gracias a Dios había logrado sacar los ojos gateados, de color claro.
Eso tenía que considerarlo un halago.
Así llegué al colegio y fui testigo de cómo elegían para todos los actos solemnes, desfiles o presentaciones a las niñas físicamente bonitas, reafirmando mis pensamientos y temores.
Justo en la etapa de adolescencia, para agravar mi situación mental respecto a los cánones de belleza.
A los 12 años, dado que no veía nada en el tablero, el médico dijo que necesitaba gafas porque tenía miopía progresiva (herencia de mi padre).
Este pensamiento incesante: no tengo una cara bonita, fue uno de los tantos factores que ayudaron a que me refugiara en la lectura.
Los autores de los libros no me conocían y leer era una actividad que se realizaba en solitario, me hacía sentir muy cómoda, me permitía soñar.
Cuando mi mamá me daba permiso, empecé a ir a las pocas fiestas juveniles que me invitaban.
En estas, rogaba, suplicaba a Dios en silencio, que algún muchacho se fijara en mí y me invitara a bailar.
No me importaba que fuera feo, alto, bajito, moreno, blanco, que no supiera bailar, lo importante era no quedarme sentada, pero nada.
Sufrí lo indecible, pero no se apiadaban de mí, mientras todas mis amigas no cabían en la sala, yo era la única, que nadie sacaba a bailar.
Los jóvenes en la época de adolescencia sin siquiera saberlo, pueden ser muy crueles.
Hacían filas para bailar con las más agraciadas físicamente.
A pesar que me encantaba que me invitaran a una fiesta o a un baile, porque me fascinaba la música, por lo general me sentía ignorada, era como si nadie me viera.
Esto me afectaba, alimentaba mi inseguridad, la probabilidad de rechazo era altísimo, no lo decía ninguna estadística.
Lo decían mis experiencias vividas.
Me miraba al espejo y sufría, una que otra lagrima se me escapaba, era un sufrimiento oculto no compartido, nadie lo sabía.
Tener como prototipos en la mente a las reinas de belleza, a la Princesa Diana, a Carolina de Mónaco, entre otras, no ayudaba para nada.
Con mi sufrimiento a cuestas, un día cualquiera decidí:
- Sonreír para mí misma siempre, porque de tanto mirarme reafirmando lo que me decían los demás, creí que así era como mejor me veía.
- Ocultar un poco mi rostro con el cabello, en cuanto pude llevarlo largo.
- Creer que era inteligente, era lo que me decían porque llevaba gafas puestas siempre.
Sin embargo, en la universidad, en el ambiente laboral, con las amistades, con los enamorados, siempre me incomodaba profundamente, la opinión de los demás respecto a mi rostro.
Siempre me inquietaba ser rechazada, no ser tenida en cuenta, porque desafortunadamente el sentido de la vista.
Uno de los más engañosos que tenemos, determina la toma de muchas decisiones, aún en la actualidad.
Ahora que voy logrando comprender la importancia de cultivar y hacer crecer lentamente el amor propio.
Me pido perdón a menudo.
También perdono mentalmente a todos y cada uno, de los que aún en la actualidad, de una u otra forma insisten en decirme entre otras, que:
- Las gorras no me quedan bien.
- Las pañoletas no me favorecen.
- Aún puedo pagarme una cirugía plástica en la nariz.
- Soy fotogénica y me veo mejor en fotos que en personas.
- Mi cara tiene algunos rasgos que hace que algunas veces me vea simpática.
- Me veo más vieja en personas que en foto.
- Con la vejez puedo verme aún más fea.
Con el transcurrir del tiempo he aprendido que cada quien está encerrado en su propia mente, en su propio sufrimiento.
Por eso hoy a mí misma, me pido perdón, por tanta inseguridad, por permitir que la opinión de otros, afectara mi vida.
Decidí libremente y para mi propio beneficio perdonar.
Perdonar a otros y a mí misma, es liberador, trae consigo paz.
Hoy día, gracias al auto conocimiento, a estudiar e investigar sobre la forma como mis pensamientos destructivos, críticos y dañinos han afectado mi vida.
Tomé la decisión de cambiar interiormente:
Perdonarme y aceptarme tal como soy con todos mis defectos, incluyendo mi físico.
No ha sido tarea fácil, sigo este camino de la mano de muchas mujeres que con historias similares, decidieron un día darse su propia valía.
Comprendiendo que el aspecto físico no es lo más importante, en una persona.
A menudo me digo a mi misma, lo que dijo el ser más famoso de la historia de la humanidad en la cruz:
“Perdónalos, porque no saben lo que hacen”
Para finalizar quiero compartir este poema con el que me sentí increíblemente identificada:
“Voy a pedir perdón a todas esas mujeres
a las que he llamado bonitas
antes de llamarlas inteligentes o valientes
siento que sonara como algo tan simple
como si aquello con lo que has nacido
fuera de lo que tienes que estar más orgullosa
cuando tu espíritu ha aplastado montañas
a partir de ahora diré cosas como
eres fuerte o eres extraordinaria
no porque no piense que eres bonita
sino porque creo que eres mucho más que eso.” – rupi kaur